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Cultura del vino para quienes no quieren vivirlo "light"

El Lagar de Isilla, entre la mesa y la copa

 

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Una oferta interminable de vinos por copa, miles de botellas en su cava, y una bodega subterránea centenaria que es parada indispensable en Aranda del Duero, son claves en la fama de un restaurante que prestó su nombre a una bodega que se llamó como él: El Lagar de Isilla.

O no. Difícil prever qué bautizo aconteció primero, si el del vino o el del nombre del local, pues en su origen el restaurante tomó el apelativo de un antiguo lagar que ubicaba en la calle Isilla, en el centro de la Aranda amurallada, convirtiéndose pronto en una atalaya de deleite con sabor a lechazo, a tarta de queso y pimientos, a tempranillo y a Ribera pura. Entre los hornos y las mesas se palpa y saborea el corazón más visceral de la Ribera del Duero, tan bueno como aquel “vino de la casa” que gustaba tanto, pero que la bodega un día determinó elevar a un nuevo nivel, para que más que de mesa, tuviera su amparo en la denominación de origen Ribera del Duero.

Empezaron a elaborarlo en 1995 con contraetiqueta Ribera del Duero y no tardaron demasiado en percatarse de que aquel delicioso néctar precisaba de un nuevo espacio para seguir creciendo. Fue así como años después determinaron mudar la operación de aquella bodega subterránea a un nuevo centro de elaboración en el castellano pueblo de La Vid.

La Vid tomó su nombre de su monasterio de Santa María, antaño hospedería donde los monjes se retiraban a meditar en el Medioevo. Pero lo que se dice el pueblo, en realidad emergió de un pantano, al son de una vocación nada religiosa. Mil eran las hectáreas en posesión de un emigrante que por aquellos lares llegó en 1890 y pronto comenzó a dar trozos de sus tierras a los cuidadores de su finca. Después llegó el pantano, para cuya construcción expropiáronle finca y posesiones, comenzando, con el declive de la finca, el ascenso del Monasterio.

Un día José Andrés Zapatero viendo aquella finca del siglo XIX abandonada, determinó comprarla para arreglarla y situar allí aquel futuro más grandioso que le vislumbraba a los vinos de su restaurante arandino, El Lagar de Isilla, y fue precisamente con ese nombre que en 2002 empezó su proyecto de gran bodega, comenzando una nueva etapa de vinos.

Las viñas

 

Frente a la nueva bodega en La Vid hay una viña experimental cuyo extremo muchos escogen como lugar para celebrar unos esponsales que confían lleguen a tener vínculos tan férreos como los que tiene la bodega con sus viñas. Son cerca de 45 hectáreas, casi todas en propiedad, algunas en alquiler, en una zona donde predomina el minifundio pero también algunas de las viñas más viejas de la Ribera del Duero, que miran casi todas a la cara norte del río.

Están muy cerca de la bodega, en el Valle de Peñaranda, un territorio en altura, entre 900 y 950 metros de altitud, que concentra mucha de la viña vieja de la Ribera y se sitúa en las faldas del célebre Castillo que es referente para las parcelas más preciadas de producción.

A algunas, como la Parcela El Castillo, se llega por estrechos caminos que fragmentan las viñas, que se cuidan de forma artesanal y ecológica, sin herbicidas ni pesticidas, aunque sí con muchas mulas por la estrechez entre hileras de cepas. Entre ellas hay bastante albillo entremezclado entre los tonos tintos de la uva vieja, unos 60 o más años de edad, una mezcla que gustan también se refleje en los vinos, donde siempre que se puede se vinifican al unísono esta variedad blanca y la tempranillo para que la primera ayude a estabilizar el color.

Las viñas viejas son la base de las de El Lagar de Isilla que, si bien posee algunas jóvenes, intenta que los nuevos viñedos que adquieran para seguir aumentando producción sean, siempre que se pueda, precisamente de viejas vides.

Son justo éstas las que abundan en La Jesusa, como bautizaron a la viña más alta de la zona y una de sus últimas adquisiciones. La Jesusa era la anterior propietaria y desde la altura se ve su pendiente como de chorrera y con un declive de tonos que va de la arcilla a la arena con cascajo, tiñendo de color blanquecino el suelo de esta parcela de la zona de San Juan del Monte, un perímetro cuyas uvas gustan mucho a Zapatero y a Enrique Bonet, enólogo y encargado de las viñas.

“La viña brota más pronto en suelos arenosos con cascajo porque éste retiene mejor el calor”, explica Bonet mientras recorre La Jesusa, una viña que descubrieron casi por casualidad. Situada a unos 960 metros de altitud, la parcela de poco más de una hectárea huele a puro tomillo, una de las hierbas que sirven de marco a las tempranillos y albillos que allí crecen. Una parcela singular, hecha a la medida para los vinos de paraje, un nivel más especial de vinos en los que hace algunos años empezó a poner atención la bodega ante el interés de los clientes de su restaurante por lo singular. A éste y a otros parajes como el Peñalobos o el Valdelacueva miran Zapatero y Bonet para delinear sus vinos en conjunto con Aurelio García, consultor enológico de El Lagar de Isilla.

La bodega y las formas del vino

 

En vendimia la bodega emplea dos líneas de entrada que distinguen destinos de vino. Las uvas para rosados y tintos más jóvenes llegan en remolque, se pasan por la tolva, y se despalillan casi sin estrujar, empleando una despalilladora que deja la uva muy limpia, reemplazando la mesa de selección. Las que nacieron de las cepas con mayor edad llegan en cajas y se transfieren a una cámara frigorífica para refrescar y mantener la temperatura, lo que permite dosificar la vendimia, manteniendo siempre la uva en óptima calidad. Éstas sí pasan por una mesa de selección, pero también se estrujan poco luego de despalillar.

Levaduras seleccionadas para blanco, rosado y algún tinto, pero en su mayoría levadura autóctona para la fermentación. Todos fermentados en acero inoxidable, a excepción de los vinos de paraje que fermentan en tinos de madera. Los vinos más jóvenes realizan la maloláctica en depósitos de acero inoxidable y, para el resto, barricas de roble y casi todas de roble francés. Y luego un juego de tamaños escalonados que va de las barricas de 225 litros hasta las de 600. Los tintos roble cuatro meses, los crianza doce, los reserva 16, algunos nueve meses y los vinos de parajes habitualmente dieciocho, siendo vino y añada los determinantes del tiempo exacto que permanecen puliéndose en barrica. Los lotes se procesan por separado y envejecen por separado antes de hacer los ensamblajes finales.

Hay en total unas 21 referencias en botella, unas amparadas con contraetiqueta de la DO Ribera del Duero y otras con la de Vinos de la Tierra de Castilla y León porque emplean algunas variedades menos ribereñas como la garnacha tintorera, una cepa que poco a poco ha sabido sacudirse su estigma de tinta denostada, algo que se hace evidente con los vinos de la cosecha 2017 que reposan en barrica y se prueban en primeur. Son una bomba de fruta, pulidos, especiados, con toques tostados, buena tanicidad y simplemente deliciosos. Procede de la zona de Matanza de Soria, una Ribera más desconocida. Hay también un albillo de la misma cosecha, que va revelando aromas anisados, a jengibre, a polvo de café instantáneo, en un pase por boca untuoso y con buena acidez. O un Syrah, complejo y muy afrutado, con matices también a regaliz, chocolate, flores azules o enebro, con un pase por boca bastante pulido. Y, por supuesto, un tempranillo de viñas viejas, con raza de Duero transmisora de fruta roja golosa con indelebles tonos tostados, y una tanicidad que le augura un prolongado recorrido.

Lo especial se va notando en el Paraje de Peñalobos, todo viña vieja, jugoso, goloso y afrutado en su cosecha 2017 en evolución, y más domado y maduro en la del 2016, donde junto con la fruta aparecen más notas especiadas y cremosas de la crianza, que siempre se realiza en barricas más nuevas y más grandes para que tolere mejor el envejecimiento. También en un Matanza de 2016, con algunos matices minerales y una boca elegante y con sustancia, aunque aún por pulir, o en Cabernet Sauvignon en cuyo cultivo se echa levadura inerte a la viña para que ayude a la madurez fenólica y el hollejo engorde y se vuelva más consistente.

La madera y las botellas dominan la decoración tanto del área de bodega como de la parte más lúdica del proyecto, una tienda de productos regionales y un hotel sui generis, prolongación de la bodega y donde se puede vivir, desde dentro, el vino, del amanecer al atardecer.

Un patio interior enlaza ambos recintos y el restaurante La Casona de la Vid, que junto con la tienda es un eje que atrae semanalmente a cientos de visitantes que compensan la escueta población de unos 70 habitantes que tiene el pueblo de La Vid. No en balde El Lagar de Isilla es la cuarta bodega más visitada de la denominación.

El hotel es el lugar donde José Andrés Zapatero y su familia han explayado su imaginación y creatividad artísticas en la decoración para que cada habitación se convierta en un relato del vino de la cepa a la copa. Empezó hace cuatro años con apenas dos habitaciones que hoy ya suman 21 y pronto añadirán también un spa del vino.

Cada habitación lleva nombres vínicos, de variedades de uva o espacios, y cada espacio toma inspiración de algún tema histórico o fabril, bien retratado en las paredes. Lo mismo las viñas o los puentes románicos, que las etapas de vendimia o los espacios de la bodega. Como las imágenes de botelleros o depósitos de acero inoxidable que hay en los baños para que los huéspedes se sientan parte del vino mientras se duchan o ven la televisión, se acurrucan junto a la chimenea o se relajan en el jacuzzi. Todo con decoraciones confeccionadas con el cristal de las botellas o con barricas como hilo conductor de casi todos los aposentos. Un albergue donde no hay un solo espacio idéntico, lo que invita a repetir, para probar y probar esa diversidad, como la que también se sirve en el restaurante, con una fantástica oferta vínica y una de las mesas más cotizadas de la región.

La popularidad de esta bodega familiar que exporta el 20% de su producción, la ha convertido también en un importante centro de eventos, como bodas, que tienen, además de la viña de entrada, la sala de barricas como escenografía nupcial. Pero aunque no sea para amarrar este lazo, los lazos con el vino pueden afianzarse con su programa de catas y con el aliciente de ser una bodega accessible a las sillas de ruedas, lo que permite que muchas más personas puedan disfrutar del vino.

 

19 de junio de 2018. Todos los derechos reservados ©

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Rosa Maria Gonzalez Lamas. Fotos: Viajes & Vinos (C)